Revista de derecho (Valdivia) - <b>DEMOCRACIA Y CONSTITUCION EN CHILE</b>
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ISSN 0718-0950 versión on-line

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  Rev. derecho (Valdivia) v.11 Valdivia dic. 2000




 

Revista de Derecho, Vol. XI, diciembre 2000, pp. 27-34

ESTUDIOS E INVESTIGACIONES

 

DEMOCRACIA Y CONSTITUCION EN CHILE

 

Kamel Cazor Aliste *

* Profesor Universidad Austral de Chile


Resumen

La Constitución democrática es uno de los temas de mayor envergadura que se suscita dentro de la realidad jurídico-política en Chile. Por cuanto la Carta de 1980 adolece de una clara falta de legitimidad, tanto de origen como de contenido. Razón por la cual el análisis se centrará en la relación democracia-Constitución, esto es, la democracia como principio legitimador de la Ley Fundamental. No obstante, para entender mejor esta relación se dilucidará, como primera cuestión, qué se entiende por democracia y cuál es su contenido; y, luego, se abordará el significado político de la Constitución y cómo lo político encarna la pretensión de legitimidad de una Constitución democrática.


 

1. CONTEXTO DEL ESTUDIO

La Constitución democrática es uno de los temas de mayor envergadura que se suscita dentro de la realidad jurídico-política del Chile actual. Más precisamente, constituye una de las metas u objetivos primordiales que demanda el buen desenvolvimiento de su sociedad, cuyas instituciones –jurídicas, políticas y sociales– deben necesariamente reflejar el consenso constitucional que irradia una Carta Magna verdaderamente democrática, que no es precisamente el caso chileno.

Como es bien sabido, la Constitución de 1980 adolece de una clara falta de legitimidad de origen, por dos causas principales. En primer término, es fruto de un constituyente autoritario (Comisión para el Estudio de la Nueva Constitución), cuyos integrantes en ningún caso representaron la pluralidad ideológica que necesariamente se requiere para generar una Carta normativo-democrática. En segundo lugar, su aprobación se realizó mediante plebiscito que no cumplió los requisitos exigidos en un acto electoral democrático, ya que no se observaron en su oportunidad las mínimas garantías de libertad e información. Igualmente, desde la perspectiva de su contenido, la actual Carta Fundamental configura una serie de “enclaves” antidemocráticos, tales como los llamados Senadores institucionales o designados, el Consejo de Seguridad Nacional, la modalidad de elección de los miembros del Tribunal Constitucional, la inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, etc.

Todas estas circunstancias que afectan a la Carta Magna no han permitido lograr, a casi veinte años de su entrada en vigor, el necesario consenso y aceptación por parte de los miembros de la sociedad política, constituyendo más un elemento de controversia que de unión entre los chilenos. Esta falta de consenso constitucional existente, también, es un claro reflejo del divorcio que se constata entre democracia y Constitución; donde la democracia –como expresión de la soberanía del pueblo como categoría jurídica– no ha jugado el rol que se requiere como principio legitimador, tanto externo (ya que la Carta fue originada a través de un procedimiento no democrático) como interno (ya que la Carta es deficitaria acerca de su propia legitimidad de contenido), de una Constitución auténticamente normativa.1

De ahí que, dentro de la categoría de Constitución democrática, democracia y Constitución son conceptos que se generan y complementan. Abordar esta relación significa hacer frente a lo que la doctrina ha denominado como teoría constitucional de la democracia, esto es, como indica el profesor español Manuel Aragón: “la democracia como principio legitimador de la Constitución, es decir, la soberanía del pueblo como categoría jurídica”.2 Sin embargo, la concepción de la democracia no solamente se analizará como categoría jurídica, sino también como noción política; especialmente –esta última–, debido a los límites propios que se constatan en la democracia chilena, cuyos problemas, como antecedentes previos, hay que necesariamente aislar para comprender el claro déficit en su papel legitimador dentro del sistema constitucional.

Para que se entienda mejor, el propósito de este análisis se centrará principalmente en la relación democracia-Constitución, esto es, la democracia como principio legitimador de la Constitución. Sin embargo, para comprender mejor esta relación se debe dilucidar, como primera cuestión, qué se entiende por democracia y cuál es su contenido (vale decir, los criterios que se requieren para medir la democraticidad de un sistema); y, posteriormente, cuál es el significado político de la Constitución y cómo lo político encarna la pretensión de legitimidad en una Constitución democrática.

A continuación se pasará al análisis de la democracia como noción política y las limitaciones que se constatan en la sociedad chilena.

2. LA DEMOCRACIA CHILENA Y SUS LÍMITES

Como punto de partida, y antes de analizar el caso chileno en particular, se estudiarán ciertos aspectos fundamentales, en la teoría general, de la democracia como categoría política. En este sentido se abordará, someramente, lo relativo al concepto de la democracia y al contenido de la misma.

Para abordar este concepto se debe necesariamente considerar la naturaleza bifronte del mismo. Donde se distingue entre un concepto ideal y un concepto real:3 a) concepto ideal (como sujeto): en este sentido la Democracia es un ideal o conjunto de valores que expresan las aspiraciones de igualdad y libertad de los seres humanos, vale decir, como un postulado ético donde el pueblo se constituye en sujeto del poder (se trata de una concepción no estrictamente política);4 b) concepto real o práctico (como objeto): este ideal (Democracia con mayúscula), a su vez, se plantea en la práctica como un modelo o forma de gobierno denominado sistema democrático (democracia con minúscula), vale decir, un modelo de regulación de la convivencia política de una sociedad concreta, que se manifiesta en una serie de normas, instituciones y actividades políticas.5

Ambos conceptos no son antagónicos, ni mucho menos, sino que es necesario considerarlos en una relación de simultaneidad. Ya que, como indica Gurutz Jáuregui, “el logro del ideal democrático resulta tan imposible como imprescindible su búsqueda permanente”;6 esto es, el concepto de democracia se debe necesariamente circunscribir dentro del binomio imposibilidad/imprescindibilidad (Robert Michels), que, a su vez, determina una conexión entre la Democracia ideal y la democracia real.7 La imposibilidad del logro del ideal democrático es un elemento imprescindible para la determinación y comparación de la democracia real. Con ello, por ejemplo, se ponen de manifiesto los hechos diarios, teniendo como referente el ideal ético-político de la Democracia. El problema fundamental reside, de esta forma, en lograr una optimización de los ideales democráticos, sin renunciar a ellos, para deducir de ese modo el abismo entre la Democracia ideal y la democracia real.8

En cuanto al contenido de la democracia, ésta (obviamente referida a la democracia real) debe reunir determinados requisitos para que el sistema político posea la condición de democrático. Para ello se pueden distinguir dos tipos de criterios: el relativo al método (es decir, el cómo de la democracia); y el concerniente a los fines (esto es, el qué de la democracia).

Joseph Schumpeter, en su obra Capitalismo, sociedad y democracia,9 plantea un método para la democracia. Donde manifiesta que la democracia es, principalmente, un “método político” y no puede constituir un fin en sí misma. Que se traduce en un conjunto de reglas a través de las cuales se crean determinadas formas de convivencia democrática; vale decir, se trata de una democracia procedimental (v. gr., elecciones periódicas, aplicación del juego de las minorías y mayorías), que excluye cualquier elemento valorativo o finalista. Dicho en otros términos, considera este autor que el principal acuerdo de los ciudadanos está en torno a ciertas reglas del juego y no una comunidad de valores, ya que cada ciudadano tiene valores distintos que persigue individualmente.

En esta tesis Schumpeter plantea el siguiente silogismo: método y fin son compartimentos estancos; lo que es erróneo.10 Ya que método y fin están inexorablemente conectados, es decir, no cabe un método sin unos fines que los justifiquen; de ahí que la democracia no sólo es un método, sino también resultado. “Trasladando la cuestión a términos jurídico-constitucionales –como señala Jáuregui–, para que una Constitución sea democrática no es suficiente que haya sido emanada democráticamente; resulta imprescindible que también establezca un Estado democrático, es decir, que su contenido material, sus fines, resulten democráticos”.11 Por esta razón, para el profesor Gurutz Jáuregui la democracia, además del método, debe considerar determinados aspectos materiales. En este sentido ha establecido un umbral mínimo de la democracia, el cual se traduce en los siguientes criterios fundamentales: a) libertades sustanciales: se exigen determinadas libertades mínimas, v. gr., libertad de información, expresión, etc.; b) forma de selección del poder político: elecciones libres y periódicas, igualdad del voto, igualdad de la representación, representación de las minorías y mayorías, etc.; c) organización y funcionamiento del propio sistema democrático: la ausencia de controles no democráticos externos o internos, el principio de mayoría, el principio de división de los poderes, independencia del poder judicial, el sometimiento de los poderes públicos y los ciudadanos al ordenamiento jurídico, etc.12

La democracia, además de su umbral mínimo, también debe establecer un umbral comparativo de democratización, que consiste en una gradación de la intensidad democrática entre los países que han alcanzado un grado de desarrollo democrático más alto, con respecto a los niveles de democraticidad alcanzado en la mayoría de los otros sistemas políticos.13 Cuando la gradación se modifica o avanza se debe alterar el umbral mínimo, es decir, se eleva el listón del umbral mínimo (de modo que los sistemas que no hayan alcanzado ese nuevo nivel dejan de ser considerados como democráticos). En este sentido, por ejemplo, para la actual democracia española, a fin de establecer un eficaz índice de su democraticidad, es más útil el criterio del umbral comparativo. Al contrario, para el régimen chileno actual posee una total relevancia el criterio del umbral mínimo, más que el comparativo. De esta forma, según sea la realidad específica que se analiza, distinto será el parámetro en la determinación del nivel de democratización.14

Ahora bien, en el caso específico de Chile, muy diferente a la de otros casos en Latinoamérica, se debe partir de una premisa fundamental: el orden institucional heredado del régimen militar ha condicionado y limitado la transición política hacia la democracia, cuyo legado autoritario ha sido un lastre permanente en su desarrollo.15

Desde sus orígenes el Gobierno militar propició el establecimiento de una verdadera revolución de tipo institucional en el país, cuyas estructuras políticas, económicas y sociales se vieron profundamente alteradas. Citando a Manuel García Pelayo, durante la ocupación del poder por los militares resulta claro la existencia de un régimen tecnoautoritario: “Aquí –señala este autor– la ocupación del poder no sólo trata de hacer posible, sino también de dinamizar activa y planificadamente el proceso de modernización y de desarrollo, y no trata primordialmente de corregir abusos del sistema establecido, sino de instaurar un nuevo sistema o, dicho de otro modo, si bien nace en una coyuntura se orienta al establecimiento de una nueva estructura”.16 Esta circunstancia, igualmente, se fue plasmando en un proceso caracterizado por una total falta de democracia en todas las estructuras de los poderes públicos y sociales del país.

La falta de democracia imperante, como es fácil de prever, impregnó, desde su origen, toda la institucionalidad que emergió del régimen autoritario. Este “legado”, que no es sólo jurídicoinstitucional, sino también tiene su expresión en una determinada forma de convivencia o cultura autoritaria, ha limitado la capacidad de los Gobiernos democráticos de la transición para transformar el orden institucional heredado.17

Sobre el particular cabe recordar que a partir del triunfo de la opción no en el plebiscito de 5 de octubre de 1988 se desencadenó la larga transición chilena, que aún no ha finalizado. Este hecho trae como consecuencia principal que la oposición de entonces se unificara en una táctica común de enfrentamiento al régimen, lo que se vio coronado con el triunfo electoral de Patricio Aylwin en las elecciones presidenciales de 1989.

En un principio, dada la debilidad política del régimen después del plebiscito de 1988, se llegó a importantes consensos con la oposición, dentro de los que se destaca la importante reforma constitucional de 1989. Sin embargo, una vez que se constata la derrota en las presidenciales de ese año, el régimen saliente intensificó la consolidación de enclaves autoritarios con la finalidad de constreñir la acción del futuro Gobierno democrático.18

La alta legitimidad del Gobierno que emerge con Patricio Aylwin a la cabeza (55,18%) ayudó, sin lugar a dudas, a crear las condiciones necesarias para los entendimientos con la oposición, especialmente debido a los enclaves autoritarios, los cuales, aunque parezca un contrasentido, acentuaron el carácter consensual de la transición chilena. De ahí que se calificara a este período como democracia de los acuerdos.

Sin embargo, como bien indica Marcelo Lasagna, “la aceptación por parte de la Concertación de la legitimidad de la Constitución de 1980 como parte de la transición proveyó a las Fuerzas Armadas, la derecha política y al sector empresarial de un conjunto de normas que fortalecieron su poder político. Ese poder –prosigue– permitió a la nueva oposición retrasar, impedir o vetar las iniciativas de políticas democratizadoras de los Gobiernos de Aylwin y Frei, limitando con ello su autonomía”.19 Frente a esta situación, por ejemplo, el Gobierno de Aylwin tuvo más como prioridad lograr la estabilidad política, que implementar muchas de las necesarias reformas en el ámbito constitucional, legislativo y judicial que estaban presentes en el programa de la Concertación.20 Durante el Gobierno de Frei la situación no ha sido muy distinta, salvo la brecha que se abrió durante la última parte de su mandato a raíz del caso Pinochet.

En definitiva, la transición ha sido un producto de la negociación y la aceptación de un conjunto de arreglos o pactos que, principalmente, definieron las áreas vitales de interés para las elites (militares, políticos y empresarios).21 Estos acuerdos básicos entre las elites sobre las reglas del juego han llevado a una democracia limitada, que, sin embargo, ha conducido a una transición gradual y ordenada, pero muy lenta. Lo más destacado de todo esto, y dentro del objeto de este estudio, es la clara restricción que todavía se constata en la democracia chilena actual.22

Dentro de este contexto, se puede decir que el umbral mínimo de democratización en Chile es deficitario, y cuya necesaria profundización debe pasar por la superación de los múltiples enclaves autoritarios existentes, que, como ya se ha expresado, no son sólo institucionales, sino también subjetivos (relacionados con la mentalidad y cultura democrática de los miembros de la sociedad política). Con la finalidad de que, en última instancia, la democracia (real e ideal) se viva en su integridad, es decir, tanto en el aspecto jurídicoinstitucional como en la cotidianidad del conjunto de la sociedad.

Dicho todo esto, se pasará a continuación al análisis de la democracia como categoría jurídica, esto es, como principio legitimador del ordenamiento jurídico, especialmente constitucional.

3. LA CONSTITUCIÓN DEMOCRÁTICA COMO META U OBJETIVO PRIMORDIAL

El presente apartado comenzará su análisis planteando el siguiente interrogante: ¿basta con que la Constitución proclame, en su artículo 4º, que “Chile es una república democrática”, para que ésta sea considerada, en consecuencia, como una Carta verdaderamente democrática o normativa? Obviamente la respuesta a esta duda es negativa.

Si bien es cierto que la Constitución es, ante todo, norma jurídica, toda vez que la teoría de la Constitución no puede ser más que una teoría jurídica.23 No hay que olvidar, asimismo, el significado político de la Constitución, esto es, como la más relevante expresión jurídica de un sistema político, de modo que éste le da sentido a aquélla (y, a su vez, la Carta Fundamental constituye la garantía jurídica del sistema político).24 Esta relación entre lo político y lo jurídico que se plasma en la Constitución trae como resultado que la teoría jurídica, por sí sola, no basta para conocer dicha norma, es decir, para comprender lo que tiene (y por qué) de singular en el ordenamiento.25 Por esta razón, y más concretamente en el caso de la legitimidad democrática de la Constitución, no basta una mera declaración de democraticidad para transformar en normativa una Carta Fundamental, sino que resulta imprescindible que establezca, como algo que se ha adelantado, un verdadero Estado constitucional-democrático, es decir, que su espíritu y contenido material sean democráticos. De esta forma, la reflexión sobre el contenido de la Constitución, además de ser una reflexión eminentemente jurídica, no puede olvidar la trascendencia política, es decir, la pretensión de legitimación que la Constitución encarna por esa vía.26

Por ello, la proclamación constitucional de que Chile es una “república democrática” no puede sino entenderse, desde su origen, como un intento del constituyente autoritario por legitimar un determinado orden de cosas que no eran precisamente democráticas. Interpretación que también se puede hacer extensiva, como principio legitimador “desde arriba”, a la actual situación de democracia limitada existente.

Ahora bien, el pretendido carácter legitimador de la Carta de 1980 de una determinada situación política más bien irreal, y el concepto de democracia tutelada o de elite, que refleja su propio contenido material, ha arrastrado desde sus orígenes y hasta la actualidad un total alejamiento del principio legitimador del pueblo (no obstante, claro está, su actual eficacia jurídica y la aceptación tácita que se ha llevado a cabo de la misma durante este período de transición). Razón por la cual, la falta de consenso constitucional, hasta el día de hoy, es un elemento que late con toda fuerza a cada instante en la vida política y jurídica chilena. De ahí la necesidad de lograr la unión entre democracia y Constitución. Donde la democracia –como expresión de la soberanía del pueblo como categoría jurídica– juegue el rol que se requiere como principio legitimador de una Constitución auténticamente democrática (y no al revés, como ha ocurrido hasta ahora: donde a través de la actual Constitución antidemocrática –incluyendo su articulado original y las posteriores reformas parciales que se han llevado a cabo de ella– se ha pretendido democratizar la situación de democracia limitada por ella misma generada; es decir, se está frente a un verdadero círculo vicioso que no ha permitido avanzar hacia una real democratización, lo que es ilógico e intolerable para una sociedad como la chilena, heredera de una larga tradición democrática y constitucional).

Para la doctrina general el consenso que se debe lograr a fin de generar una auténtica Constitución democrática, necesariamente se debe circunscribir a dos ámbitos del principio legitimador del pueblo: por una parte, la esfera externa, a partir de la cual se logre el concierto suficiente en torno a la forma procedimental que origina la respectiva Carta Magna, que debe ser lo más democrática posible (v. gr., una comisión constituyente pluralista que la genere y el pueblo la ratifique, con todas las garantías del caso, mediante el correspondiente acto plebiscitario); y, por la otra, la esfera interna, esto es, lo que la propia Constitución dice acerca de su propia legitimidad de contenido, la cual, inexorablemente, debe configurar un sólido consenso en torno a su Estado de Derecho y a los valores superiores que rigen su orden fundamental.

Respecto al principio legitimador externo, pueden acontecer dos cosas. En primer lugar –como es el caso de la Constitución chilena en vigor–, que la Carta haya sido originada mediante un procedimiento no democrático, en cuyo supuesto se adolece de una clara falta de legitimidad de origen; sin perjuicio, como algo se ha adelantado, de que pretenda legitimar su ejercicio –como igualmente acontece en la Carta chilena– mediante una eficacia basada netamente en razones jurídico-formales y no políticas, logrando, por ende, la consecuente aceptación tácita de ella; pero el abandono, en este caso, de la legitimidad que tiene su origen en el principio democrático-material le aleja, sin lugar a dudas, del contenido que debe inspirar una Constitución normativa. En segundo lugar, al contrario, se puede dar también la situación de que una Constitución se haya generado democráticamente, pero que no ha establecido un Estado democrático; en esta circunstancia puede tener en el principio democrático su validez y eficacia, pero nunca su legitimidad, es decir, no sería exactamente una Constitución democrática.27

En cuanto al principio legitimador interno, como señala Manuel Aragón, “la legitimidad de la Constitución es una legitimidad interna”, es decir, “se desprende de la Constitución misma (...) atendiendo, principalmente, a su propia legitimidad”;28 esto es, “como principio de congruencia entre la soberanía del pueblo y el Estado democrático que el pueblo, a través de la Constitución, establece”.29 Congruencia que, por partida doble, tampoco existe en la Carta de Chile, ya que no ha sido generada por la soberanía del pueblo, ni se ha establecido un verdadero Estado democrático en ella.

Frente al panorama que se ha descrito, difícil se presenta lograr una verdadera coherencia, dentro de la estructura fundamental en vigor, entre democracia y Constitución, con el objetivo primordial de obtener una Constitución democrática para Chile. La actual Carta Política, como ha quedado demostrado a lo largo del análisis, posee acentuadas –y casi insalvables– carencias de legitimidad, tanto de origen como de contenido, que hacen verdaderamente dificultoso el camino hacia una Carta democrática. Por ello se estima que abordar esta problemática frente a la actual Constitución no resulta nada fácil. Las soluciones pueden pasar desde el establecimiento de una nueva Carta Fundamental, fruto de la voluntad mayoritaria de todos los chilenos, como consecuencia del ejercicio del poder constituyente originario, hasta una sustancial reforma, producto del poder constituyente derivado, que realmente refleje el principio legitimador del pueblo como categoría jurídica.

El realismo político y jurídico imperantes harían más viable la segunda alternativa formulada. En cierto modo, algunos pasos ya se están dando en este sentido; por ejemplo, la Comisión de Constitución del Senado ya ha aprobado la enmienda constitucional que elimina –a contar del año 2006– los llamados senadores designados.30 Estando pendientes todavía las denominadas reformas “duras”, aquí figuran: las modificaciones al sistema electoral binominal, el término de la inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y de Carabineros, la reforma de las facultades del Consejo de Seguridad Nacional y la modalidad de elección de los miembros del Tribunal Constitucional.

En todo caso se cree que –y no obstante la situación de que se llevaran a cabo las reformas denominadas “duras”– el ejercicio del poder constituyente derivado debería ir mucho más allá, ya que los ámbitos pendientes para lograr un Carta democrática –y por ende establecer un Estado democrático en ella– obligan, sin lugar a dudas, a avanzar en las reformas que aborden igualmente la esfera material y dogmática de la Constitución, esto es, principalmente los capítulos primero (“Bases de la institucionalidad”) y tercero (“Derechos y deberes constitucionales”), cuya plasmación debiera traducirse en acentuar, entre otras cosas y dentro del objeto de este estudio, la democracia como principio fundamental del ordenamiento constitucional; logrando, de esa forma, un sólido consenso en torno al Estado de Derecho y a los valores superiores del ordenamiento constitucional (cuya configuración es esencial en un régimen plenamente democrático), tareas aún pendientes en Chile. Para fundamentar esta última proposición, baste el siguiente ejemplo. Sustentar, como lo hace la Constitución (artículo 1º, inciso 4º), la finalidad del Estado chileno en la promoción del bien común significa, entre otras cosas, asumir el discurso antidemocrático del republicanismo antiguo (bien común = res publica), que es un discurso agotado; y con ello se quiere decir que la sociedad moderna está muy lejos, es muy distinta, de la sociedad que vio nacer el discurso republicano (en este sentido hay que recordar que la idea de bien común es algo ligado esencialmente a la comunidad política medieval y, más precisamente, a las ideas aristotélicotomistas).31 Por esta razón, los estamentos de la sociedad –donde surge la idea del bien común– que debían lograr un equilibrio ya no existen, son indescifrables dentro de la actual sociedad pluralista moderna (como lo es la sociedad chilena), cuyos intereses son múltiples, fragmentados y altamente difusos.32 De esta forma, el concepto de bien común entendido de esa forma es incompatible en la actualidad con el principio democrático, cuya finalidad es reflejar, ante todo, los valores de la libertad, igualdad y el pluralismo.

4. A MODO DE CONCLUSIÓN

a. En la realidad constitucional chilena se plantea un claro divorcio entre democracia y Constitución, donde la democracia, como categoría jurídica, no ha jugado el rol que se requiere como principio legitimador, tanto externo como interno. Circunstancia que aleja al actual marco constitucional de uno de los presupuestos esenciales que deben fundamentar una Constitución democrática.

b. El orden institucional heredado del régimen militar ha condicionado y limitado la transición política hacia la democracia, cuyo “legado” autoritario ha sido un lastre permanente en su desarrollo. En efecto, la existencia de los enclaves autoritarios (de derecho y de hecho) han constreñido la acción de los gobiernos de la transición, cuyas políticas democratizadoras han sido vetadas permanentemente por los múltiples actores afines al ex régimen autoritario, dentro de los cuales figuran la derecha política, las Fuerzas Armadas y gran parte del sector empresarial (particularmente estos dos últimos que han centrado su actuación como verdaderos poderes fácticos, v. gr., los empresarios en cuestión controlan en la actualidad gran parte de los medios de comunicación de masas); sin embargo, aunque parezca un contrasentido, esta circunstancia, y especialmente debido a las dificultades que ello acarrea, ha acentuado el carácter consensual de la transición chilena, hecho que últimamente se ha visto fortalecido con el caso Pinochet.

c. La transición ha sido, de este modo, un producto de la negociación y la aceptación de un conjunto de arreglos o pactos, que, principalmente, han definido las áreas vitales de interés para las elites (políticos, militares y empresarios), partiendo de la aceptación por parte de la Concertación de la eficacia jurídica de la Constitución de 1980. Esta coyuntura, y dentro de lo que interesa en este estudio, ha traído como resultado claras limitaciones en la democracia chilena, cuyo paradigma máximo se encuentra representado en el alto déficit democrático de la actual Carta Fundamental. Dentro de este contexto, se puede decir que el umbral mínimo de democratización en Chile es deficitario, y cuya necesaria profundización debe pasar por la superación de los múltiples enclaves autoritarios existentes, que no son sólo jurídico- institucionales, sino también tienen su expresión en una determinada forma de convivencia o cultura autoritaria.

d. Respecto a la Constitución de 1980, caracterizada, como ya se ha dicho, por un total alejamiento de la soberanía del pueblo (no obstante, claro está, su actual eficacia jurídica y la aceptación tácita que se ha llevado a cabo de la misma durante este período de transición), se hace absolutamente indispensable que la democracia –como expresión de la soberanía del pueblo como categoría jurídica– juegue el rol que se requiere como principio legitimador de una Constitución auténticamente democrática. Frente al panorama que se ha descrito, difícil se presenta lograr una verdadera coherencia entre democracia y Constitución en la actualidad. Sin embargo, las soluciones pueden –y deben– pasar, a fin de lograr dicho objetivo, desde el establecimiento de una nueva Carta Fundamental, fruto de la voluntad mayoritaria de todos los chilenos (lo que es poco realista –pero no imposible– dentro del contexto del Chile actual), hasta una sustancial reforma, que realmente refleje el principio legitimador del pueblo como categoría jurídica. En este sentido, el contenido de la misma debe irradiar la necesaria coherencia entre la soberanía del pueblo y el Estado democrático que el pueblo, a través de la Constitución, establece.

e. En fin, lo que se está proponiendo en el presente trabajo no es, ni mucho menos, algo ilusorio o desfasado de la realidad, ya que con ello, además de lograrse la necesaria consolidación de un Estado democrático-constitucional en el ámbito interno, también se quiere representar una nueva perspectiva que permita a Chile enfrentar, con la mayor solidez posible, los múltiples retos que depara esta nueva era de la globalización. Por cuanto existe la tendencia en la actualidad a renunciar en toda regla a muchos de los valores que definen a un sistema como democrático, y a un progresivo vaciamiento del contenido de las instituciones democráticas.33 Esta propensión encuentra al sistema constitucional chileno en un muy mal pie, ya que su alto déficit democrático se vería aun más acentuado por la proclividad que ha desencadenado en este sentido el fenómeno de la globalización. De ahí que fortalecer la congruencia entre democracia y Constitución en Chile sea, más que nunca, absolutamente indispensable en la hora actual. Por ello se concluirá citando las acertadas palabras del profesor Gurutz Jáuregui sobre esta cuestión: “La profundización de la democracia –señala este autor– pasa de modo imprescindible por la necesidad de responder al reto no sólo de la globalización económica, sino de la universalización entendida en su sentido más profundo, y ello implica un cambio radical de los paradigmas en los que, hasta ahora, se ha basado la teoría democrática. Y ese cambio –prosigue– no debe limitarse a una mera adecuación de las instituciones, estructuras y procedimientos, sino que debe extenderse, también, a los propios valores y principios democráticos”.34

NOTAS

1 Vid. MANUEL ARAGÓN, Constitución y democracia, Tecnos, Madrid, 1989, págs. 19 y 27.

2 Ibídem, pág. 19.

3 En este sentido, las democracias son sistemas que parten, por una parte, de una determinada naturaleza normativa, es decir, la democracia es un “ideal” cargado de valores como justicia, igualdad, seguridad, decencia. Pero, por la otra, tiene una determinada plasmación “real” o empírica, necesaria , a su vez, para saber como son sus diferentes manifestaciones concretas (vid. FERNANDO VALLESPIN, Robert Dahl y la Democracia, en El País, 20 de marzo de 1999). Del mismo modo, ROBERT DAHL indica: “Cuando discutimos sobre la democracia, quizá nada induzca más a la confusión que el simple hecho de que “democracia” se refiere tanto a un ideal como a una realidad” (La democracia. Una guía para los ciudadanos, Taurus, Madrid, 1999, pág. 35).

4 Vid. GURUTZ JÁUREGUI, La democracia en la encrucijada, Anagrama, Barcelona, 1995, pág. 18.

5 Ibídem, pág. 19.

6 Ibídem, pág. 20.

7 Ibídem, pág. 21.

8 En efecto, como expresa FERNANDO VALLESPIN, citando a F. Scharpf, la democracia “no puede eludir estar en una permanente tensión entre utopía y adaptación” (Robert Dahl y la Democracia, op. cit.).

9 Vid. Aguilar, Madrid, 1968, págs. 311 y 312.

10 Vid. GURUTZ JÁUREGUI, La democracia en la encrucijada, op. cit., págs. 25 y 26.

11 Ibídem, págs. 27 y 28.

12 Ibídem, pág. 30. Para ROBERT DAHL existen al menos cinco criterios que se deben necesariamente considerar en un gobierno democrático: Participación efectiva: todos los miembros del cuerpo político deben tener oportunidades iguales y efectivas para hacer que sus puntos de vista sobre cómo haya de ser la política sean conocidos por los otros miembros. Igualdad de voto: cuando llegue el momento en el que sea adoptada finalmente la decisión sobre la política, todo miembro debe tener una igual y efectiva oportunidad de votar; y todos los votos deben contarse como iguales. Alcanzar una comprensión ilustrada: dentro de límites razonables en lo relativo al tiempo, todo miembro debe tener oportunidades iguales y efectivas para instruirse sobre las políticas alternativas relevantes y sus consecuencias posibles. Ejercitar el control final sobre la agenda: los miembros deben tener la oportunidad exclusiva de decidir cómo y, si así lo eligen, qué asuntos deben ser incorporados a la agenda. De esta forma, el proceso democrático exigido por los criterios precedentes no se cierra nunca. Las políticas de la asociación están siempre abiertas a cambios introducidos por sus miembros, si éstos así lo deciden. Inclusión de los adultos: todos o, al menos, la mayoría de los adultos que son residentes permanentes, deben tener los plenos derechos de ciudadanía que están implícitos en los cuatro criterios anteriores. Antes del siglo XX este criterio era inaceptable para la mayoría de los defensores de la democracia (vid. La democracia. Una guía para los ciudadanos, op. cit., págs. 47 y 48).

13 Vid. GURUTZ JÁUREGUI, La democracia en la encrucijada, op. cit., pág. 30.

14 Por ello, la columna vertebral de un modelo de democracia es lo que DAVID HELD denomina como “principio de justificación”, esto es, aquello que proporciona un significado diferenciado de cómo se entiende la democracia (vid. Modelos de democracia, Alianza, Madrid, 1992).

15 Para reafirmar lo expresado, baste con citar las palabras del profesor español MANUEL ALCÁNTARA: “La transición política chilena se articuló bajo unas características muy diferentes a las de otros casos latinoamericanos, en el sentido de que el legado autoritario impregnó la nueva institucionalidad democrática siendo un lastre permanente en su desarrollo” (Sistemas políticos de América Latina, vol. I, Tecnos, Madrid, 1999, pág. 130).

16 Burocracia y tecnocracia y otros escritos, en Obras Completas II, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, pág. 1449.

17 Vid. MARCELO LASAGNA, “Los límites de la democracia chilena”, en Claves de razón práctica, Nº 90, Madrid, marzo de 1999, pág. 45.

18 El concepto enclaves autoritarios como uno de los elementos explicativos de la transición chilena fue introducido a ese análisis por MANUEL ANTONIO GARRETÓN (ibídem, pág. 46). Sobre este autor ver: Hacia una nueva política. Estudios sobre las democratizaciones, Fondo de Cultura Económica, 1995. “La posibilidad democrática en Chile”, en AAVV, Democracia contemporánea: Transición y Consolidación, págs. 177-190, Editorial Universidad Católica de Chile, Santiago, 1990.

19 “Los límites de la democracia chilena”, op. cit., págs. 48 y 49.

20 Ibídem, pág. 49.

21 Las teorías elitistas de la democracia, como bien es sabido, tienen entre sus más destacados representantes a los autores italianos VILFREDO PARETO y GAETANO MOSCA y al autor alemán ROBERT MICHELS (creador de la célebre “ley de hierro de las oligarquías”). Estos autores, que coinciden en Europa occidental con las tres primeras décadas del siglo XX, plantean la versión más radical y tal vez la más básica de la negación de la posibilidad de que algún sistema político consista en otra cosa que la dominación de una minoría privilegiada sobre una mayoría pasiva (Vid. JOSÉ ANTONIO DE GABRIEL PÉREZ, La crítica elitista de la democracia, en AAVV, La democracia en sus textos, Alianza, Madrid, 1998, págs. 199 y 200). Incluso Michels llega a la conclusión de que la democracia no es posible; sin embargo –para este autor–, una “democracia” que necesariamente incluya tendencias oligárquicas debe ser aceptada como el mal menor al que se puede aspirar (Vid. ROBERT MICHELS, Los partidos políticos, 2 volúmenes, Amorrortu, Buenos Aires, 1972).

22 Vid. MARCELO LASAGNA, “Los límites de la democracia chilena”, op. cit., pág. 50.

23 Vid. MANUEL ARAGÓN, Estudios de Derecho Constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998, pág. 86.

24 Vid. ISMAEL BUSTOS, “Introducción al análisis de la Justicia Constitucional”, en Anuario de filosofía jurídica y social, Nº 7, 1989, pág. 193.

25 Vid. MANUEL ARAGÓN, Estudios de Derecho Constitucional, op. cit., pág. 86.

26 Ibídem, pág. 87. En el mismo sentido JÜRGEN HABERMAS indica lo siguiente: “La idea de Estado de derecho exige que las decisiones colectivamente vinculantes del poder estatal organizado, a que el derecho ha de recurrir para el cumplimiento de sus propias funciones, no sólo se revistan a la forma de derecho, sino que a su vez se legitimen ateniéndose al derecho legítimamente establecido” (Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Trotta, Madrid, 1998, pág. 202. Lo que está destacado en cursiva es mío).

27 Vid. MANUEL ARAGÓN, Constitución y democracia, op. cit., pág. 43.

28 Ibídem, pág. 43.

29 Ibídem, pág. 45.

30 Vid. El Mostrador, 3 de octubre de 2000 (http://www.elmostrador.cl).

31 Vid. ANGEL RIVERO, El discurso republicano, en AAVV, La democracia en sus textos, op. cit., pág. 70.

32 Ibídem, pág. 70.

33 Vid. GURUTZ JÁUREGUI, La democracia planetaria, Nobel, Oviedo, 2000, pág. 23.

34 Ibídem, pág. 24 (lo destacado en cursiva es mío).

 

 
 

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